No sabía para dónde correr. Mi corazón estaba a mil y mi consciencia se había transportado a un lugar lejano, a un lugar en el que racionalizar se me hacía demasiado difícil. Recuerdo que era una tarde muy fría, acababa de llover; por suerte no me me había empapado con la lluvia pues no lo habría tolerado. Mi alrededor se oscurecía cada vez más.
Caminaba por las calles de mi ciudad intentando descubrir lo mejor que podría decidir en ese momento. Toda mi vida se había volcado en mi contra, todo lo que construí se destruyó, todo lo que alguna vez conocí, me parecía tan extraño y nunca antes vivenciado.
En el pasado tomé decisiones, no malas, no, sino que tenían repercusiones que sabía que iban a acabar con mi presente. Deudas, maltratos y un mundo egocentrista era en el que me había mezclado y las garras de ese existir me habían sustraído de la felicidad, entregué mi cuerpo y mi corazón a deseos ajenos, a personas que no querían mi bien; yo no quería mi bien.
Decidí morir.
Decidí emprender un caminar a una realidad que solo los muertos ya conocemos, una realidad en la que nadie con vida sabe a ciencia cierta cómo es, cómo se vive, cómo se analiza. Mi identidad corpórea se había desaparecido, mi cuerpo ya no era tangible; realmente es extraño, me puedo ver pero no me puedo tocar. Ya no me puedo peinar, ya no me puedo vestir, ya no me puedo acariciar. Mi "cuerpo", mi lo que sea, ya flotaba, yo floto desnudo en el flujo divagante de la vida.
¿A dónde ir? Siempre había querido en vida conocer muchas partes, pero ahora la emoción ya no era la misma, yo ya no me sentía el mismo. Puedo ir a cualquier parte, pero en esos momentos, viendo mi corporeidad yacer inexistente en el piso, me conmocinaba, me hacía sentir impacto cuando por vez primera supe que había muerto.
Empecé a flotar por mi ciudad, por lo que conocía y decidí desterrarme a tierras inóspitas, a tierras donde poco ser humano o ninguno había puesto huella. Floté en los aires, floté por montañas... Empecé a flotar por mar. Ya no sentía el clima, no conocía ya calor o frío, me sentía un vegetal pensante. El mar, ese en el que un día en vida me sumergí y fui feliz, ahora simplemente iba por encima sin destino cierto.
Ya el tiempo se había convertido en algo raro, ya no había percepción de él, ya no habían preocupaciones, ya no habían afanes. Aún podía leer, gracias, aún podía reconocer mi español y a lo lejos empezó a deslumbrarme un blanco, muy fuerte e incandescente. ¡Pingüinos! Valla sorpresa me llevé cuando vi pingüinos. ¿Era la Antártida? ¡Claro que era la Antártida! Wow Había llegado a ese lugar que solo lo había visto en documentales de Discovery Channel. Fue realmente grato, pero sabía que la emoción estaba mermada, el flujo de mis emociones ya no era el mismo. Tampoco sentía tristeza.
Valla lugar al que llegué, podía ir donde quisiera. Filosofaba, filosofo más que nunca. Mis pensamientos son los que no paran; ahora me gusta hacerme a la idea de que ellos son los que me dan el calor que ya no siento. Al pasar el tiempo, el hielo me empezó a parecer hermoso, nunca me había parecido eso, me parecía magnífico.
Ahora convivo con osos, con la brisa que dedujo por lo que veo, con focas y con mucha nada. De vez en cuando, muy rara vez percibo seres, con cuerpos, siento una leve envidia, los veo que estudian mi hogar.
Hoy no sé si condenado estoy a divagar, ¿será este el purgatorio? ¿por qué no puedo ver otros muertos como yo? Me siento solo, pero no me incomoda, ya que todo es diferente ahora. Llevo ya bastante espacio de tiempo habitando la Antártida, mi Antártida y no sé bien mis pensamientos a dónde me llevarán.
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